4 de abril de 2025

Theatrum: SANTO SEPULCRO, un paso procesional marcado por las incidencias



SANTO SEPULCRO O PASO DE LOS DURMIENTES

Soldados: Alonso de Rozas (Mondoñedo, Lugo, h. 1625 - Oviedo?, 1681)

Ángeles y Cristo yacente: José de Rozas (Valladolid, 1662 - 1725)

Urna: Juan Davila  (Tuy?, Pontevedra, h. 1550 - Santiago de Compostela, 1611)

1674-1679 / 1696

Madera policromada y postizos

Museo Nacional de Escultura, Valladolid / Procedente de la Cofradía de Nuestra Señora de las Angustias de Valladolid

Escultura barroca. Escuela castellana



     El paso procesional del Santo Sepulcro, también conocido como paso de Los Durmientes, se conserva en el Museo Nacional de Escultura, siendo su procedencia la Cofradía de Nuestra Señora de las Angustias de Valladolid. Como paso procesional, comparado con el resto del repertorio de la Semana Santa vallisoletana, es un tanto atípico y peculiar, pues nada tiene que ver con el movimiento característico de las composiciones barrocas —común en los pasos de los grandes maestros— que en su mayoría intentan emocionar a través de los gestos, las actitudes, la tensión asimétrica, el dramatismo y el verismo de las imágenes, es decir, a través de los sentidos. En este caso prevalece una absoluta simetría en la distribución de las figuras y una serenidad gestual que contrasta con el resto de los episodios de la Pasión recreados en los pasos.

El centro de la composición es una monumental urna calada en cuyo interior se encuentra la imagen de Cristo muerto y yacente, visible desde el exterior. En los frentes de la urna se colocan dos ángeles de pie que velan el cadáver y el sepulcro en el momento previo a la Resurrección, en alusión a la cita de “dos hombres con vestidos resplandecientes” que narra el evangelio de Lucas (Lc. 24,10) y que anunciarán a las santas mujeres que no busquen “entre los muertos al que está vivo”. Completan la composición cuatro soldados que, sentados en los ángulos de la plataforma, duermen profundamente mientras sujetan sus armas. Son los guardias enviados por Pilatos, a petición de los desconfiados fariseos (Mt. 28,65), para impedir el acceso al sepulcro. 


     La Cofradía de Nuestra Señora de las Angustias ya disponía desde antiguo de un paso procesional denominado como “Sepulcro de Cristo”, compuesto por la imagen de un Cristo yacente en el interior de una urna que en 1599 realizó Juan Davila, del que se conoce que en 1618 procesionó por delante de la imagen de la Virgen de las Angustias. Otro tanto ocurrió en años sucesivos. En 1619, consta que el yacente del paso del Sepulcro salía "a hombros de cuatro clérigos con sobrepelliz y cubiertos los rostros con velos negros". Lo mismo ocurría en 1620, cuando unidas las cofradías de la Piedad y las Angustias, el paso procesionó de nuevo, siendo en 1623 cuando entre los pasos de las Angustias figuró uno nuevo denominado “del Entierro”, citado años después como “paso grande”, para el que en 1632 se realiza el tablero y en el año 1654 su reparación y "el adereço de las figuras de los judios del dicho paso y dar color".  



     De la composición y el aspecto de aquel primitivo paso se dispone de documentación indirecta, pues cuando el 26 de marzo de 1663 el escultor Francisco Díez de Tudanca firma un contrato con la Cofradía de la Soledad de Nuestra Señora de Medina de Rioseco, en este se especifica que estaría compuesto de "quatro figuras de quatro sayones para el sepulcro de Christo, una urna y tablero con dos angeles que lleban el sepulcro", todo ello "a ymitación de los que estan en el paso del entierro de Cristo que tiene la cofradía de las angustias desta ciudad de valladolid". De dicho contrato se deduce que las figuras eran de vestir, pues para los cuatro soldados debía realizar "cabeças braços y piernas y su armaçon de madera e los bestidos y ropajes todos con armas diferentes echados y dormidos con diferentes posturas y también encarnados y pintados como los toca".

Corría el año 1674 cuando, en la sesión del Cabildo del 25 de octubre, la Cofradía de Nuestra Señora de las Angustias recibe la propuesta del escultor gallego Alonso de Rozas, asentado en Valladolid y cofrade de las Angustias, de ser excusado del oficio de Alcalde de la cofradía, esgrimiendo los grandes gastos que ello suponía y "tener muchos hixos y hallarse con pocas conbeniencias para los sustentar". A cambio proponía elaborar un nuevo paso del Santo Entierro con las imágenes de bulto de los "quatro judios durmiendo... en la misma conformidad y postura que tienen en diferenciandolos solo en ser de madera". La cofradía y el escultor acordaron la propuesta, fijándose en 900 reales la ayuda para la realización de “los dos Angeles y las quatro hechuras de los Durmientes para dho paso”, que debía estar acabado el día de Navidad de 1675, especificándose que la policromía correría a cargo de la cofradía.     

Alonso de Rozas desatendió el compromiso, pues en julio de 1679 el Cabildo le exigía el cumplimiento de “hacer los Angeles y cuatro Fariseos para el sepulcro de nro Redemptor y paso del Entierro que se lleva en la procesión del Viernes Santo" pues en ese momento todavía no había realizado los ángeles a pesar de haber sobrepasado el plazo con creces. El escultor se puso manos a la obra y ese mismo año recibía de la Cofradía 1.025 reales por la realización de las figuras, mientras otros 1.070 reales eran pagados por la Cofradía al pintor Diego de Avendaño "por la pintura de los Judíos del Santo Sepulcro".

     Todavía la realización de los ángeles sufrió una nueva demora, pues las últimas cantidades fueron pagadas por la Cofradía a su viuda, Isabel de Montoya, en 1686, siendo Antonio Barreda y Lombera, dorador y estofador de Valladolid, quien realizara su policromía, trabajo por el que percibió 3.500 reales. 

Pero todavía no habían terminado las incidencias del paso. En la procesión del Viernes Santo de 1696, cuando los pasos de la Cofradía de las Angustias estaban en la iglesia de San Pablo, "a causa del gran concurso que asiste a la procesion del entierro de xpto y sermon de la soledad, se avia undido el passo del sepulcro y echo pedazos los dos angeles que le acompañaban". Transcurridos pocos días, el cabildo recibió el ofrecimiento del escultor José de Rozas, hijo de Alonso e igualmente activo en Valladolid, de hacer nuevas las figuras de los dos ángeles "en la misma conformidad que estan los que tenia el paso", pidiendo a cambio, al igual que su padre, ser excusado de oficios en la cofradía.

El cabildo aceptó la propuesta, pero puso como condición para reservar a José de Rozas de todos los oficios, que como la urna era pesada y antigua, si tallaba y estofaba los dos nuevos ángeles también debería realizar una nueva urna calada y con las arquerías protegidas con cristales. Todo debía estar acabado en la cuaresma del año siguiente, para lo que recibió los ángeles deteriorados y la vieja urna para que lo renovara con fidelidad a la composición anterior. José de Rozas entregó los ángeles en el plazo establecido, pero no llegó a realizar la nueva urna, tallando a cambio, al parecer, la imagen del Cristo yacente de su interior, que con una discreta calidad está inspirada directamente en los modelos de Gregorio Fernández.

     En el año 1700 la antigua plataforma del paso fue sustituida por otra nueva de mayores dimensiones, en la que, según las instrucciones de montaje, la urna ocupaba el centro, los cuatro soldados estarían colocados en los ángulos y los dos ángeles en el frente y los pies de la urna. Así estuvo desfilando años el paso de Los Durmientes, siendo citado en el inventario de 1711 entre los que salían de la iglesia de las Angustias para la procesión del Viernes Santo.

En 1728 se aprecia el deterioro general de la policromía del paso, solicitando a Manuel del Toro, dorador y estofador de Valladolid, el "dorar y estofar los dos angeles del natural del paso de los durmientes y echarlos puntas de oro en todos los faldones y bocamangas, encarnarlos a pulimento y asimismo hazer un remiendo general a los quatro sayones de dicho paso y conponer todos los atributos, escudo y armas de dhos durmientes". Por esta petición, se sabe que las figuras de los cuatro soldados estaban acompañadas de armas sueltas —seguramente lanzas y escudos— que desaparecieron en época imprecisa.

     Según Canesi, durante el siglo XVIII el paso de Los Durmientes formó parte de la procesión que el Jueves Santo la Cofradía de las Angustias organizaba hasta la iglesia de San Pablo, con regreso al día siguiente. Sin embargo, la decadencia de las cofradías y el alto coste que suponía armar y procesionar los pasos —el de Los Durmientes necesitaba 30 costaleros— hizo que algunos dejaran de procesionar, siendo este uno de los pasos que participó esporádicamente en las procesiones de la cofradía, situación que se mantuvo en los primeros años del siglo XIX. Según un informe emitido por la Academia vallisoletana, en 1803 el Cristo dentro de la urna y los cuatro soldados del paso, en desuso una vez desmantelado, se guardaban arrinconados en el coro de la iglesia penitencial para evitar los efectos de la humedad, mientras los dos ángeles se colocaron a los lados del altar mayor. Así los conoció Bosarte en 1804, que alabó la factura de los cuatro soldados abandonados. En 1842, con el fin de prevenir su conservación, las imágenes del paso ingresaron, junto a otras pertenecientes a otras cofradías,  en el recién creado Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid (reconvertido desde 1933 en el Museo Nacional de Escultura), aunque en 1871 el Cristo con la urna y los dos ángeles se depositaron en la desaparecida iglesia de San Esteban. 

Desde el año 1920 el arzobispo Gandásegui se convertiría en el restaurador de la Semana Santa de Valladolid contando con el apoyo del historiador Juan Agapito y Revilla y de Francisco de Cossío, por entonces director del Museo Provincial. A ellos se debe el impulso para la recuperación de los pasos y las cofradías vallisoletanas. Por esta causa, en 1922 retornaron al Museo las esculturas depositadas en otros lugares y se volvió a montar el paso según la propuesta de Agapito y Revilla, con la urna del Sepulcro en el centro, los cuatro soldados en las esquinas y los dos ángeles en los flancos de la urna, todos ellos mirando al frente.

     El 20 de diciembre de 1945 fue fundada la Cofradía del Santo Sepulcro, convirtiéndose en su paso titular. Por entonces se modifica la orientación de las figuras hacia la urna central, con los soldados enfrentados entre sí a cada lado y los ángeles ocupando los frentes. A causa de la preocupante conservación de los dos ángeles originales, partir de 1953 y durante varios años estos fueron sustituidos por las monumentales imágenes de los arcángeles san Gabriel y san Rafael que realizara Gregorio Fernández para el retablo mayor de la primitiva iglesia de San Miguel, actualmente colocados en la embocadura de la capilla mayor de la iglesia de la misma advocación (antigua iglesia del Colegio de Jesuitas), hasta que en 1966 el paso fue restaurado en el Instituto de Restauración (ICROA) de Madrid, a lo que se sumó en 1981 la restauración de los ángeles en el Museo Nacional de Escultura, que recuperaron su estabilidad y la policromía original, procesionando desde entonces el conjunto con sus componentes tradicionales. 

En nuestros días el paso del “Santo Sepulcro” o “Los Durmientes” desfila completo en la Procesión General del Viernes Santo y en la procesión del Encuentro entre Cristo Resucitado y la Virgen de la Alegría en la mañana del Domingo de Resurrección, donde, a modo de testimonio tangible, la urna aparece abierta y sin la figura del yacente en su interior. 


Componentes del paso del Santo Sepulcro
 

El Sepulcro (Juan Davila, 1599)

Es el elemento más antiguo del paso y se identifica con la urna calada que realizara el gallego Juan Davila en 1599 para el Cristo yacente de la iglesia de las Angustias. Muestra un diseño clasicista, con cuatro arquerías a cada costado y una en los frentes, intercaladas entre parejas de columnas adosadas de orden dórico. En su cubierta, igualmente calada, los vanos se corresponden con las arquerías, permitiendo contemplar, desde cualquier punto de vista, la figura de Cristo yacente en su interior.

    Desde el año 1957, en que se produce la remodelación de la plataforma original, la urna del Sepulcro reposa sobre un basamento realizado en madera de cedro por el escultor y cofrade Francisco Sánchez Medina, decorado en su perímetro por parejas de columnas dóricas en las esquinas —siguiendo el diseño de la urna— y relieves y figuras de bronce, elementos que proporcionan un mayor empaque al conjunto durante las procesiones. 

Los cuatro soldados durmientes (Alonso de Rojas, 1674-1679)

Representan a la guardia enviada por Pilatos, solicitada por los fariseos, para impedir el acceso al sepulcro, como relata el evangelio de Mateo. Alonso de Rozas los presenta a tamaño natural y con rasgos muy naturalistas, sentados en el suelo con las piernas cruzadas, relajados y sumidos en un profundo sueño, tres de ellos sujetando su cabeza con la mano. Visten a la manera clásica romana, con coraza decorada en el pecho con medallones, calzones y casco, tres de ellos con sandalias tipo “caligas”, hasta la pantorrilla y sujetas por cordones y lazos —dos de ellos con adornos al frente con rostros humanos—, y uno con botas de cuero acordonadas. Sobre sus hombros se apoyan lanzas que por su sueño no controlan, al igual que ocurría con los escudos, hoy desaparecidos. Tres de ellos presentan bigote y barba incipiente y uno barbado, compartiendo la boca entreabierta y los ojos cerrados. Su policromía, de gran fantasía, fue aplicada por Diego de Avendaño. 

Los dos ángeles (José de Rojas, 1696)

Deteriorados los ángeles de Alonso de Rozas en un incidente producido en la Semana Santa de 1696, la pareja actual fue elaborada por su hijo José de Rozas en 1696 emulando los modelos realizados por su padre, comprometiéndose en el contrato a que fueran tallados enteramente en madera, dato que hace presuponer que los anteriores se complementaban con telas encoladas, siguiendo el modelo de los “Ángeles Alféreces” realizados en el taller de Gregorio Fernández para el convento del Carmen Calzado con motivo de la canonización de Santa Teresa en 1922, cuya vestimenta se repite en este caso, con una túnica corta ornamentada con “primaveras”, una coraza a la romana y sandalias.

No obstante, a los ángeles de José de Rozas, a pesar de su notable factura y vistosa policromía, les falta el hálito de los modelos fernandescos, pecando de cierta inexpresividad. 


El Cristo yacente (José de Rojas, 1696)

     Realizado a propuesta del propio escultor, la figura de Cristo yacente, de tamaño natural, protagoniza de forma solemne el paso del Santo Sepulcro dentro de una urna calada. Inspirado en los impactantes modelos y la técnica de Gregorio Fernández, presenta el cuerpo inerte de Cristo tendido sobre un sudario plegado simétricamente, con la cabeza reposando sobre dos almohadones en los que se desparrama la melena. En su desnuda anatomía muestra las señales de la tortura, realzando su realismo mediante el uso de postizos, como ojos de cristal en su mirada ausente, dientes de hueso en la boca entreabierta y corcho en las llagas que hacen referencia a todos los sufrimientos de la Pasión.          


 

Informe: J.M. Travieso.

Fotografías: Web del Museo Nacional de Escultura.

 

 









Bibliografía

AGAPITO Y REVILLA, Juan: Catálogo de la sección de Escultura: 1916. Museo Provincial de Bellas Artes de Valladolid, Valladolid, 1916, pp. 60 y 94.

AGAPITO Y REVILLA, Juan: Las cofradías, las procesiones y los pasos de Semana Santa en Valladolid. Valladolid, 1925, pp. 16 y 61-62.

CARRIÓN FERRERO, Alejandro: "El Cristo del Jubileo". Anuario de la Ilustre Cofradía Penitencial de Nuestra Señora de las Angustias 38, Valladolid, 1999, pp. 51-56.

GARCÍA CHICO, Esteban: Cofradía Penitencial de Nuestra Señora de las Angustias. Valladolid, 1964, pp. 13-15.

GREGORIO FERNÁNDEZ Y TALLER
Ángeles alféreces, realizados con motivo de la canonización
de Santa Teresa en 1622
Museo Nacional de Escultura, Valladolid
GARCÍA CHICO, Esteban: Los grandes imagineros en el Museo Nacional de Escultura. Valladolid, 1965, pp. 75-79.

MARCOS VILLÁN, Miguel Ángel: Catalogación en web Museo Nacional de Escultura.

REBOLLO MATÍAS, Alejandro: "Nuevos datos sobre artistas en la Cofradía". Anuario de la Ilustre Cofradía Penitencial de Nuestra Señora de las Angustias 41, Valladolid, 2002, pp. 60-64.

VAL, José Delfín; CANTALAPIEDRA, Francisco: Semana Santa en Valladolid: pasos - cofradías - imagineros. Valladolid, 1990, pp. 120-123, 222-224, 277-280.











































El paso del Santo Sepulcro desfilando el
Domingo de Resurrección con la urna vacía 










Fotografía del paso de Los Durmientes hacia 1923
Montado según la propuesta de Juan Agapito y Revilla
Archivo Histórico Municipal de Valladolid














Montaje del paso del Santo Sepulcro en la década de 1950
con los arcángeles de Gregorio Fernández de la iglesia de San Miguel
Archivo Histórico Municipal de Valladolid











Arcángeles que se incorporaron al paso en 1953,
actualmente sustituidos por los originales
Iglesia de San Miguel y San Julián, Valladolid








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22 de marzo de 2025

Exposición: 100 AÑOS DE SEMANA SANTA EN VALLADOLID, del 14 de marzo al 27 de abril 2025



SALA DE EXPOSICIONES DE LA PASIÓN

Valladolid




HORARIOS DE VISITA:

Martes a domingo y festivos: de 12 a 14 y de 18:30 a 21:30 h.

Visitas guiadas: miércoles a domingo, a las 20 h.

Lunes cerrado.

Entrada gratuita.





Fotografía: Domingo de Ramos de 1980 en Valladolid

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1 de marzo de 2025

Visita virtual: SAN JOSÉ CON EL NIÑO, la creación de un arquetipo devocional







SAN JOSÉ CON EL NIÑO

Juan Martínez Montañés (Alcalá la Real, Jaén, 1568 – Sevilla, 1649)

Hacia 1610-1620

Madera policromada y estofada, 170 cm de altura

Real parroquia de Santa María Magdalena, Sevilla

Escultura barroca. Escuela sevillana

 

 






     Entre los arquetipos religiosos creados por Juan Martínez Montañés en su etapa sevillana figura la peculiar iconografía de San José con el Niño, una composición que presenta al santo en actitud andariega con el Niño Jesús de la mano, lo que difiere de otras creaciones realizadas por grandes maestros del barroco andaluz, como Pedro Roldán, Alonso Cano y Pedro de Mena, que le representan en posición estática y sujetando al Niño Jesús —de menor edad— entre sus brazos. Hay que señalar que la composición montañesina tuvo su correlación en Castilla en las gubias de Gregorio Fernández, creador de una iconografía igualmente arquetípica que guarda muchas similitudes con las de Martínez Montañés al presentar las figuras de San José y el Niño talladas por separado, resaltando la función del padre como guía y protector del Divino Infante.

Ahora tomamos como referencia al grupo que se conserva en la Real parroquia de Santa María Magdalena de Sevilla, una obra que a lo largo del tiempo y por no estar documentada ha recibido diversas atribuciones, desde Juan de Mesa a José Montes de Oca, pero cuyo inconfundible estilo ha permitido asignarlo recientemente a la producción de Juan Martínez Montañés, que lo habría realizado en su taller sevillano entre los años 1610 y 1620. 

     A este respecto, hay que recordar que el escultor alcalaíno ya había realizado el mismo tema en el desaparecido grupo que le encargó en 1605 el gremio de carpinteros de ribera, siéndole también atribuido el grupo de pequeño formato perteneciente a la iglesia de Santa María de la Concepción de la población de Dilar (Granada), en el que la figura del Niño Jesús fue sustituida a mediados de la centuria dieciochesca por otra atribuible a Torcuato Ruiz del Peral (1708-1773). Por otra parte, el modelo de San José con el Niño de Martínez Montañés fue asimilado y replicado con enorme éxito por sus discípulos y seguidores, como Juan de Mesa, autor del grupo realizado en 1615 para fray Alonso de la Concepción, la primera obra documentada como escultor independiente, hoy en la iglesia de Santa María la Blanca de Fuentes de Andalucía (Sevilla), el grupo realizado en 1620 para el convento de San José del Carmen —“Las Teresas”— de Sevilla (atribuido por algunos historiadores a Martínez Montañés) o el grupo conservado en el Colegio de la Sagrada Familia (Carmelitas de la Caridad) de Sevilla, cuya datación no se ha determinado. 

San José en el arte

En época medieval la figura de San José ocupaba un discreto lugar en el arte y la liturgia, siendo relegado a un segundo plano en las representaciones de la vida de la Virgen y la infancia de Jesús, siempre con la intención de resaltar la pureza virginal de María. En este sentido, hay que destacar la labor del agustino francés Jean Gerson (1363-1429), autor del poema Josephina, en el que exaltaba los valores de San José y que tuvo una enorme difusión e importancia devocional.

Fue a partir del siglo XVI cuando su iconografía conoció una transformación definitiva, adquiriendo una relevancia renovada en la tradición artística cristiana. En ello tuvo una especial importancia el dominico milanés Isidoro de Isolano, autor de Summa de donis Sancti Joseph, obra publicada en Pavía en 1522 en la que hace una exaltación del culto a San José. En este tiempo comienza a ser representado de forma individualizada y con un aspecto rejuvenecido respecto a las representaciones medievales —especialmente tras el Concilio de Trento—, sujetando la vara florecida como atributo y símbolo de su elección divina como esposo de la Virgen. En las nuevas representaciones, San José no sólo se mostrará como modelo de virtud y trabajo duro, sino también protegiendo al Niño Jesús en su condición de padre, ofreciéndole amor, atención y orientación en su infancia.

     En el caso de España tuvo una especial relevancia Santa Teresa de Jesús en la difusión de la devoción a San José, del que manifestaba recibir una protección especial: “Aunque tenga muchos Santos por Abogados, sealo en perticular de S. Joseph, que alcanza mucho de Dios” (Santa Teresa, Avisos, núm. 64). Al santo dedicó el primer convento en Ávila en su renovación de la Orden Carmelita, poniendo después bajo su advocación doce de sus diecisiete fundaciones. Hay que recordar que la Orden Carmelita a finales del siglo XVIII contaba con doscientos conventos puestos bajo el patronazgo de San José.

Con el tiempo, el fervor teresiano por San José, símbolo de obediencia, pobreza y castidad, tuvo una influencia que además de sobrepasar lo estrictamente devocional, alcanzando a otras órdenes religiosas, llegó a estimular el encargo de numerosas representaciones artísticas, tanto en pintura como en escultura, sobre todo después de que el papa Gregorio XV declarase en 1621 que la fiesta del santo se celebrara en toda la Iglesia el 19 de marzo. 

Las representaciones pictóricas y escultóricas de San José con el Niño fueron numerosas en la Sevilla barroca del siglo XVII, ajustando su iconografía a las orientaciones dadas por Francisco Pacheco en su tratado El Arte de la Pintura, donde establece: “La santísima Virgen fue presentada en el Templo en la primera edad de tres años y estuvo hasta la segunda, once, de manera, que salió a desposarse con el santo Josef siendo de catorce años y San Josef de poco más de treinta”. Estas directrices fueron acatadas por los artistas, de modo que la venerable y patriarcal figura del anciano San José de tiempos pasados dio paso a un radical rejuvenecimiento de su aspecto.

     En el campo de la escultura andaluza algunos maestros, resaltando su función paterna, comenzaron a representar a San José como un varón en plenitud ejerciendo como protector del Niño, unos equiparando su aspecto a las tradicionales representaciones de la Virgen, con el Niño en los brazos, como los ya citados escultores Pedro Roldán, Alonso Cano y Pedro de Mena, cuyas intimistas creaciones, avaladas por la doctrina contrarreformista, adquieren una significación eucarística, mientras que Martínez Montañés establece la novedosa iconografía de un San José itinerante en compañía del Niño, cuya figura exenta camina a su lado para resaltar su participación activa en la vida de la Sagrada Familia, un modelo asimilado por sus discípulos y seguidores, siendo muy relevantes las repetidas realizaciones de Juan de Mesa que se encuentran repartidas por Sevilla y provincia. 


El modelo josefino de Martínez Montañés

     Juan Martínez Montañés representa a San José y al Niño Jesús tallados por separado y formando un grupo escultórico que destaca por la calidad técnica de su ejecución. El escultor representa al santo patriarca tomando de la mano al Niño, al que acompaña mientras camina con gesto protector. Esta nueva tipología itinerante conlleva la creación de arquetipos para ambas figuras: la de San José dinámica por su actitud de marcha, su aspecto rejuvenecido (siguiendo las normas de Francisco Pacheco) y su carácter protector; la del Niño Jesús vinculada al proceso de creación de imágenes exentas en su taller que tanto éxito tuvieron y que llegaron a crear una peculiar tipología “montañesina”, teniendo que recurrir a su elaboración seriada en peltre para atender la enorme demanda. Hay que señalar que, entre estas imágenes exentas del Niño Jesús —en su mayoría en plena desnudez, vestideras y de elegante clasicismo— Martínez Montañés alcanzó la excelencia con la que tallara en 1606 para la Hermandad Sacramental de la parroquia del Sagrario de Sevilla, que llegó a ser el modelo iconográfico más representativo de la devoción al Dulce Nombre de Jesús. 

San José aparece representado erguido y manteniendo una posición de contrapposto de raigambre clásica, con el peso del cuerpo apoyado sobre la pierna derecha, lo que le permite liberar y flexionar la izquierda, adelantando la rodilla y produciendo al tiempo una inclinación de la cadera, lo que unido a la posición contrapuesta de los brazos y la inclinación de la cabeza hacia la derecha produce en la figura un eficaz movimiento, siguiendo una sutil línea serpentinata a pesar de su actitud reposada. 

     El santo viste una túnica larga de mangas anchas, cuello redondeado y ceñida a la cintura por un cíngulo que forma un anudamiento en el costado derecho, dejando asomar los pies que calzan sandalias. Se cubre con un manto que se desliza por la espalda desde el hombro izquierdo, al tiempo que se recoge rodeando el brazo por el mismo lado, que se adelanta para sujetar la vara de azucenas, su tradicional atributo como símbolo de pureza y castidad, mientras que el derecho desciende para tomar de la mano del pequeño Jesús como símbolo de maestro y conductor. Su rostro presenta un aspecto jovial, con el rostro ovalado, ojos rasgados, nariz recta, boca semicerrada, barba de dos puntas descrita de forma pormenorizada y una larga melena de marcada simetría que le llega a los hombros. En líneas generales, ofrece una actitud introspectiva centrando su mirada en el Niño, indicando así quién es el auténtico protagonista de la representación.

Por su parte, en la figura del Niño Jesús es indudable la impronta montañesina en su morfología y grave expresión. Manteniendo de igual manera una posición de contrapposto clásica y con la cabeza ligeramente inclinada hacia adelante, seguramente orientada hacia el espectador al ser concebida para un retablo a cierta altura, adopta la actitud de bendecir con su mano diestra, mientras con la izquierda se aferra a la mano paterna que le protege.

   
JUAN MARTÍNEZ MONTAÑÉS
Izda: Niño Jesús con San Cristóbal 1597-1598. Iglesia Colegial del Divino Salvador, Sevilla
Dcha: Niño Jesús con San José 1610-1620. Iglesia de Santa María Magdalena, Sevilla
     Viste una túnica corta de mangas anchas y ceñida mediante un cíngulo con un lazo central y al igual que San José calza sandalias. Especial interés tiene la cabeza, con un rostro de gran belleza que responde a una creación muy personal del escultor y que marca una evolución hacia las primeras formas del naturalismo barroco. En ella incluye el característico ensortijamiento del cabello, con bucles abultados sobre la frente, que se convertiría en la seña de identidad del taller de Martínez Montañés. El aspecto estético de la cabeza de este Niño Jesús ofrece una gran similitud con el que porta sobre el hombro la monumental escultura de San Cristóbal que Martínez Montañés hiciera entre 1597 y 1598 y que se guarda en la Iglesia Colegial del Divino Salvador de Sevilla.   

En este grupo de San José con el Niño la policromía original no se conserva, ya que fue rehecha en el siglo XVIII con el fin de dignificar aún más las figuras, especialmente en los ropajes, que presentan ricos estofados con una profusa decoración de motivos vegetales y rocallas, con un fondo verde en el caso de San José y rosáceo en el Niño, en ambos casos con un resultado deslumbrante.

Al contemplar esta obra, se comprende la fulgurante carrera profesional de Martínez Montañés, que llegaría a convertirse, por su gran creatividad, en figura de referencia para los imagineros de su tiempo y posteriores generaciones.


Informe y fotografías: J. M. Travieso.

 





























REPRESENTACIÓN DE SAN JOSÉ EN LA EDAD MEDIA
Izda: Robert Campin. Detalle de la Natividad, h. 1420, Museo de Bellas Artes de Dijon
Centro: Anónimo. Detalle del retablo de la Vida de la Virgen, 1515-1520, Museo Nacional de Escultura, Valladolid
Dcha: Rogier van der Weyden. Fragmento de retablo, 1438, Museu Calouste Gulbenkian, Lisboa
 











SAN JOSÉ EN LA ESCULTURA BARROCA ANDALUZA
Izda: Pedro Roldán, Convento de San José del Carmen, "Las Teresas", Sevilla
Centro: Alonso Cano, Museo de Bellas Artes, Granada
Dcha: Pedro de Mena, Museo Nacional de Escultura, Valladolid












JUAN DE MESA: IMÁGENES DE SAN JOSÉ CON EL NIÑO
Izda: Iglesia de Santa María la Blanca, Fuentes de Andalucía (Sevilla)
Centro: Convento de San José del Carmen, "Las Teresas", Sevilla
Dcha: Colegio de la Sagrada Familia, Sevilla











GREGORIO FERNÁNDEZ: SAN JOSÉ CON EL NIÑO
1623 y 1630, Convento de la Concepción del Carmen, "Santa Teresa", Valladolid











GREGORIO FERNÁNDEZ: DETALLES DE SAN JOSÉ CON EL NIÑO
1623 y 1630, Convento de la Concepción del Carmen, "Santa Teresa", Valladolid












Izda: FRANCISCO VARELA. Retrato de Martínez Montañés, 1616, Centro Velázquez,
Hospital de los Venerables Sacerdotes, Fundación Focus Loyola, Sevilla
Dcha: VELÁZQUEZ. Retrato de Martínez Montañes, h. 1635, Museo Nacional del Prado









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1 de febrero de 2025

Visita virtual: LA VISIÓN DE TONDAL, una iconografía moralizante inspirada en una obra literaria




LA VISIÓN DE TONDAL

Taller de Hieronymus Bosch, el Bosco (Hertogenbosch, Países Bajos, ca. 1450-1516)

Entre 1478 y 1485

Pintura al temple graso sobre tabla de roble, 540 x 720 mm

Museo Lázaro Galdiano, Madrid

Pintura flamenca (Gótico final)





     La fascinante pintura de La Visión de Tondal que se conserva en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid, atribuida durante mucho tiempo a un seguidor de El Bosco y actualmente adjudicada directamente a su taller, presenta una peculiar iconografía cuya simbología no es fácil de interpretar a primera vista. Sin embargo, la clave argumental de la pintura la encontramos en una inscripción que figura en el ángulo inferior izquierdo de la tabla, donde con letras góticas aparece la leyenda “Visio Tondali” y sobre ella la figura sedente de un hombre con nobles vestiduras sumido en una ensoñación, con la cabeza apoyada sobre el brazo izquierdo que reposa sobre una roca, mientras es asistido por un ángel con alas flamígeras desplegadas que sigue un modelo similar a los utilizados por El Bosco.

     Esta figura, que representa al caballero Tondalus, es el protagonista de un texto —cuyo original no se ha conservado— que redactara en Ratisbona en el siglo XII el monje irlandés Marcus, cuya historia está ambientada en 1148 en la población irlandesa de Cork. Se trata de un rico y degenerado caballero irlandés que, al desmayarse en una fiesta, emprende un profundo viaje onírico durante tres días a través del Averno —guiado por un ángel— y que al despertar de tan traumática experiencia decide corregir su vida convirtiéndose en un hombre piadoso que opta por la vida monacal. El personaje y el ángel vienen a ser la llave para poder interpretar el resto de las imágenes del cuadro, cuyas escenas responden a las visiones del caballero Tondal.

La popularidad de este texto fue enorme, pues sólo en el siglo XV se hicieron cuarenta y tres ediciones y traducciones en quince idiomas diferentes. De “Las visiones del caballero Tondal” se conserva un manuscrito iluminado de 1475 que, tras pasar por numerosos propietarios, actualmente se guarda en el Museo Getty de Los Ángeles. Es una versión francesa del célebre texto medieval irlandés y el único manuscrito iluminado que se conserva de esta obra, con un texto redactado por Davis Aubert en Gante y 20 miniaturas realizadas por Simon Marmion en Valenciennes, así como bordes con orlas decoradas con las iniciales “CM”, que aluden a Carlos el Temerario y su esposa Margarita de York, duquesa de Borgoña, que fue la que encargó el manuscrito.

     Por otra parte, podríamos deducir que la pintura del Museo Lázaro Galdiano se inspira en la edición de “La Visión de Tondal” que fue impresa en 1484 en Hertogenbosch, ciudad natal del Bosco, cuya fabulación del viaje iniciático se convertiría en una obra de referencia para la composición del paisaje diabólico. Sería, por tanto, una obra idónea para la imaginación de este pintor, que en clave surrealista traduce libremente la historia en sugestivas imágenes oníricas y simbólicas, creando un impactante repertorio moralizante que se caracteriza por la peculiar forma de componer los espacios a partir de microescenas interrelacionadas entre sí, en este caso centradas en los castigos infligidos a quienes practican los siete pecados capitales, un tema recurrente en El Bosco, pero que al espectador de nuestros días le puede resultar difícil descifrar los significados en su totalidad.

 

Interpretación iconográfica de “La Visión de Tondal”    

Siguiendo la pormenorizada interpretación de la pintura realizada por Amparo López Redondo, conservadora del Museo Lázaro Galdiano, intentaremos comprender, en la medida de lo posible, el significado del conjunto de alucinantes imágenes que inevitablemente rememoran los esfuerzos cognitivos que exige “El Jardín de la Delicias” del Museo del Prado, donde El Bosco igualmente encontró referencias en la versión impresa de La Visión de Tondal.

     En líneas generales, en el cuadro se establecen dos representaciones antagónicas que son expresiones de los Novísimos: en la izquierda el Cielo y en la derecha el Infierno. Si en la narración escrita prevalece la idea de la redención por arrepentimiento, esta también se convertirá en el centro de esta pintura.

Ocupa el centro de la composición, formando parte del paisaje, una gran cabeza humana que toma el aspecto de una montaña. De esta manera, y siguiendo la idea renacentista, el hombre se sitúa en el centro del universo, tanto paisajístico como moral, ejerciendo al tiempo como elemento que ordena el significado general de la pintura. A sus cuencas vacías, a modo de óculos que permiten contemplar un fondo de lagos tenebrosos, y en la formación que simula la oreja se asoman ratas negras, símbolo medieval de la lujuria y transmisoras de la peste, que aquí vienen a significar que las tentaciones penetran a través de los sentidos y el sentimiento de culpa del hombre por el pecado. Sobre la frente de la cabeza y sujeto por los árboles que surgen de las orejas se extiende un gran paño blanco que recuerda un paño de altar o el sudario de Cristo.

     En la parte superior de la cabeza-montaña reposa Eva en actitud perezosa y con la serpiente enroscándose a su cuerpo, mientras se acomoda sobre un cojín que le ofrece un mono, símbolo de la inconstancia, la mentira y la diabólica soberbia, mientras rechaza los consejos que le proporciona una lechuza, símbolo de sabiduría, que la fustiga con un haz de ramas, expresando su incomprensión un pez que colocado en el centro abre la boca con sus manos.

Desde la nariz del rostro humano cae un buen número de monedas de oro que aluden al pecado de la avaricia. Estas se vierten sobre una cuba de vino en la que, a modo de baño, retozan monjas y frailes desnudos —identificables por la tonsura— simbolizando la lujuria, así como un ballestero con su arma y una presencia cadavérica vestida con hábito que recuerda las representaciones de las danzas macabras y sugieren a los vivos su condición mortal y su vulnerabilidad ante el pecado.


     Otras alusiones a los pecados capitales las encarnan los personajes situados en el interior de una enorme toca colocada a la derecha de la cuba, recorrida por un cortejo de ranas, elemento muy común en la iconografía de El Bosco. En su interior, alrededor de una mesa caótica, se escenifican los pecados de la gula —estimulada por un demonio con nimbo— y de la ira, con cuerpos atravesados por espadas y decapitados por soldados de aspecto diabólico.

Sobre la gran toca, en el ángulo superior derecho del cuadro, se superpone una estancia con dosel en la que se encuentra un personaje dentro de una cama con ruedas al que asedian extraños e infernales reptiles, mientras a los pies un personaje de aspecto cadavérico descorre una cortina mostrándole una visión del Infierno. La escena se interpreta como un símbolo del pecado de la pereza y recuerda en cierto modo a La muerte del avaro de El Bosco, pintura que se encuentra en la Galería Nacional de Arte de Washington. Completando la escena, a su lado y visible al fondo, se contempla una impactante visión infernal de una ciudad con una torre en llamas a la que llegan personajes desesperados a través de lo que parece un mar de fuego, mientras otros sufren en las alturas distintos castigos.

     En la parte izquierda de la tabla se encuentra el contrapunto a las escenas infernales. Por detrás del caballero Tondal y dentro de una pequeña gruta aparecen las figuras de Adán y Eva con sus cuerpos apresados por la serpiente —ellos mismos aparecen en posición reptante— y expulsados del Paraíso, mientras son acosados por extraños monstruos demoniacos, pues ellos simbolizan el pecado de envidia que los llevó a comer del árbol de la sabiduría.

Más arriba, una joven mujer desnuda y con gesto melancólico, sentada sobre un manto natural de lúpulo, rechaza las insinuaciones de una anciana con máscara mortuoria que sujeta un espejo, símbolo de la vanidad o la soberbia, siguiendo una imagen muy repetida en las danzas macabras. Al fondo, se divisa una visión del Edén rodeado de un luminoso lago de delicias en el que disfrutan las almas. Entre dos rocas y atravesada por las ramas de un árbol el espacio está presidido por una insólita esfera humeante en cuyo interior un hombre atiza el fuego, a modo de Prometeo, portador del fuego de los dioses. Le acompaña una figura femenina, tal vez Pandora, haciendo una referencia clásica al mensaje cristiano que está implícito en la pintura, pues estos elementos que se han interpretado como una alusión a Cristo como nuevo Prometeo, cuyo discurso de redención viene reforzado por la presencia de un caracol en una de las ramas.

     Finalmente, la alusión a las postrimerías viene determinada por un hombre desnudo situado en el centro de la parte inferior. Este aparece en primer término sentado sobre un dado cuya cara señala el número tres que determina su propia fortuna, mientras por detrás un extraño monstruo cubierto por una toca le castiga con una lanza con forma de berbiquí y en el lado opuesto otro con aspecto de roedor y con un puñal a la cintura hace sonar una trompeta de sones apocalípticos. En el ángulo inferior derecho completa la libertina composición un cráneo animal apoyado sobre una cimitarra y un hombre que cabalga sobre una extraña ave de gran tamaño y que está acompañado de un demonio con alas de fuego. Este personaje pone el contrapunto a la figura de Tondal, colocado en el ángulo opuesto del cuadro, refiriéndose a su viaje iniciático por el más allá y a todas las visiones que más o menos han quedado descritas. 

Por último, reseñar que los significados de las obras flamencas, más aún las de El Bosco, son difíciles de desentrañar en nuestro tiempo como ejemplo de la familiaridad con lo sobrenatural que se ha perdido, aunque son indispensables en el intento de conocer las ideas de la sociedad de su tiempo, sus miedos, sus creencias y la invención y recreación de sus mitos. 

De esta composición con el relato de las visiones de Tondal existen tres versiones. Junto a esta conservada en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid y de una forma muy semejante aparece la versión que Tolnay incluyó en 1937 en el catálogo monográfico de El Bosco como “Visio Tondaly” y que se conserva en la colección de Nicolaas Beets de Ámsterdam, donde el caballero Tondal, al contrario que en la tabla del museo madrileño, presentado como un noble o burgués, aparece caracterizado como un príncipe, con armiño e indumentaria real. El mismo Tolnay relaciona esta segunda versión con el artífice del Juicio Final de Brujas, una de las obras más significativas de El Bosco.

     Otra versión, titulada The Vision of Tundale, se encuentra en el Denver Art Museum de la ciudad homónima estadounidense. Su tratamiento es mucho más ingenuo que en la pintura del Museo Lázaro Galdiano, sugiriendo ser realizada por un pintor que copia un original preexistente.   

 

 

Informe y fotografías: J. M. Travieso.

 







Páginas del manuscrito de "Las visiones del caballero Tondal", 1475
Texto: Davis Aubert / Miniaturas: Simon Marmion
Museo Getty, Los Ángeles








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